miércoles, 8 de junio de 2016

El reparto agrario



Papá terminó su carrera de ingeniero agrónomo a los 19 años, en la Escuela Particular de Agricultura de los hermanos Escobar (EPA), en Ciudad Juárez, Chihuahua. Nacido en Meoqui, Chihuahua, en enero de 1914, hijo de campesinos, el menor de los hermanos creció siempre bajo la mirada estrictísima de sus hermanas, maestras de profesión que lo traían cortito. En la EPA, me contó, conoció a Tin Tán y a uno de sus hermanos, tal vez Don Ramón (Germán iba uno o dos años más adelante que mi papá).
Con su título en la mano, llegó el momento de poner en práctica lo aprendido y alguien le ofreció trabajo en el estado de Guerrero. Le iban a pagar (digamos para efecto del relato) 20 pesos al mes y aceptó. Poco antes de iniciar su viaje, otra persona le ofreció trabajo en Meoqui, creo, aunque no estoy seguro. Lo importante es que el trabajo era allá mismo, en Chihuahua y no tenía que dejar su terruño; además, le iban a pagar 30 pesos al mes.
“Pero yo ya había dicho que sí venía para Guerrero, y no quise quedar mal”, me contó un día, aunque me imagino que, ante la perspectiva de conocer nuevas tierras, se decantó por la aventura y lo desconocido.
Ahora que lo pienso, no le pregunté cómo llegó a Guerrero. De Chihuahua al Distrito Federal, seguramente hizo el viaje en tren, pero de la capital a Chilpancingo ¿lo haría en auto, camión, avioneta o a caballo? Es necesario recordar que el tren llegaba hasta Iguala y que la carretera México-Acapulco apenas se había inaugurado en 1929, más o menos, así que creo que mi duda es justificable, pero no el haber perdido la oportunidad de preguntarle. Así sucede siempre: damos por sentadas las cosas y no las preguntamos y después lamentamos no haber charlado un poco más.
Me imagino su llegada a Chilpancingo, en 1935 o 1936 (mis hermanos Manuel, Armida, Lilia y tal vez Javier serían más exactos): asombrado por los paisajes, los olores, los sabores, los caudalosos ríos y la gente ¡qué distintas vio a las personas! El rubio y ojiazul ingeniero, alto y muy delgado, debió quedarse sorprendido por la pequeña ciudad de Chilpancingo, en medio del valle y con un caudaloso río Huacapa que la delimitaba al oeste; la gente en el mercado y en la plaza, la gente del pueblo, pues, menuda y morena hablando en lenguas extrañas o español con un acento ajeno totalmente al del norte.
De 1936 es la foto que mandó a su hermana Carmen, mi tía, tal vez para asegurarle a ella y por su conducto a mi abuela Antonia, que estaba bien y que no había sido devorado por los salvajes surianos.
Habiendo llegado en el inicio del sexenio del General Presidente Lázaro Cárdenas, le correspondió poner en práctica el reparto agrario en el estado. Lo armaron con un teodolito, una máquina de escribir y le pusieron escolta del ejército para que lo custodiara en su peregrinar por sierras, cañadas, ríos, valles, poblados donde los habitantes apenas hablaban español, pero que, conmovido me contaba, le abrían su casa de par en par para compartir con él la poca comida que tenían, mientras él, siguiendo instrucciones del Departamento Agrario, medía terrenos y trazaba linderos para constituir ejidos, y levantaba las actas correspondientes.
Especialmente me contó dos anécdotas: en una ocasión lo mandaron a Ometepec a constituir un ejido, a costa, claro, de los terratenientes de la región. Como siempre, le pusieron un escuadrón del ejército para que lo cuidara. El viaje lo realizaron a caballo y en una de las jornadas tuvieron una emboscada, presumiblemente organizada por los caciques del rumbo, para impedir el reparto agrario.
¡Ejército Mexicano! ---gritó el comandante de la escolta, cuarenta y cinco en mano, a modo de identificación, para que los pistoleros dejaran de disparar, cosa que no sucedió sino hasta que se repelió la agresión por parte del escuadrón.
Cuando llegaron a Ometepec, fue recibido por las autoridades civiles y tratado con todas las deferencias debidas a su carácter de enviado del gobierno federal, y ya no recuerdo los detalles, pero me dijo que después se enteró de que el comandante de su escolta fue detenido y procesado porque se descubrió que la emboscada era la táctica de diversión para encubrir el plomazo que le iba a meter el militar al “ingenierito ese”, por encargo de los mismos caciques que formaban parte de la comitiva que lo recibió con todos los honores. El ardid no funcionó porque al iniciarse la balacera se tiraron todos al piso, incluido el perpetrador y la pistola se le encasquilló, probablemente al llenarse de tierra.
La otra anécdota ocurrió en la Costa Grande de Guerrero. Papá acudió a un pueblo que tenía pleitos con otro, y pese a que ambos eran beneficiarios de la expropiación, uno de los dos pueblos iba a quedar en peor situación que el otro.
Me dijo que llegó al pueblo que no estaba muy de acuerdo con los planes del gobierno, y que pidió hablar con las autoridades del lugar, pero le dijeron que estaban en asamblea y que hasta que ésta terminara, el ingeniero podría pasar para hacerse escuchar. Me arguyó que la asamblea, como la estaban llevando a cabo no tenía valor porque no estaba presente él, y que, por ello, tomó el asunto como una majadería de las autoridades del pueblo. Para acabarla de amolar, dijo, se dejó caer un aguacero marca diablo y tuvo que quedarse sentado a la intemperie, sobre una piedra, con una manga de agua (o sea un impermeable grande), cubriendo su equipo de medición y su máquina de escribir, para que no se mojara. Eso sí, su escolta militar se colocó a su alrededor “en abanico”, para protegerlo ante cualquier eventualidad.
Continuó narrando que así pasó el aguacero que duró bastante tiempo, durante el cual, las autoridades del pueblo no le ofrecieron guarecerse ni nada, así que una vez que la lluvia cesó, allí afuera, bajo de un árbol, sacó su máquina de escribir, y custodiado por los soldados, levantó el acta de lo ocurrido, y formalizó el ejido, según sus instrucciones, pero que en lo que esto hacía, la gente del pueblo lo invitó a su asamblea, pero papá, molesto e indignado, les dijo que “no, gracias. No me invitaron a pasar cuando estaba lloviendo, ni a mí ni a mi escolta, así que ahora ya no es necesario. Ya estoy haciendo el acta”.


martes, 7 de junio de 2016

Mi papá y los deportes


Papá era un aficionado a los deportes. En su juventud jugaba frontón. No sé si participó en algún torneo, pero recuerdo que de niño vi su raqueta entre las cosas guardadas en el closet, con su marco, por aquello de que se fuera a descuadrar, supongo. 

Dice el doctor Guzmán que conoció a mi papá cuando niño aquél, lo veía pasar con su raqueta en la mano, rumbo al frontón, allá en ciudad Altamirano. “A mí me impresionaba verlo; lo recuerdo muy bien: Alto, rubio, vestido todo de blanco y con su raqueta”, le gusta contar al doctor cada que lo veo, quien, cosas de la vida, al paso de los años se constituyó en médico del Banco Rural, y por tanto el médico de mi papá y de los hijos que aún teníamos derecho al seguro.

No sé si practicó algún otro deporte, pero le encantaba ver el box los sábados por la noche, en el canal 2. Gracias a su gusto por el pugilato ahora sé de los jabs, el recto, el gancho al hígado, del réferi Octavio Meirán, de Mantequilla Nápoles, El Púas, Carlos Zárate, Alfonso Zamora y tantos otros que seguía fielmente. 

Un día por la mañana, cuando vivíamos en Meoqui, Chihuahua, me despertó con la “terrible” noticia de la muerte en un accidente automovilístico de Salvador Sánchez, el campeón pluma, creo, un boxeador dotado sin duda, pero que chocó con su vehículo con un tráiler estacionado en la autopista México-Querétaro (conste que todo esto lo cito de memoria, así que inexactitudes aparte, lo importante es la anécdota en sí).

---¿Qué crees que pasó? ---, dijo y sin esperar respuesta continuó--- ¡Perdió Salvador Sánchez!
---¿Contra quién?
---¡Contra La Parca!

Y me explicó que según las noticias de la tele, el púgil iba manejando en la autopista; que había un tráiler estacionado y sin luces y que contra él se fue a estampar el grandioso campeón, y así al cielo llegó: campeón.

(Solamente en una ocasión no apoyó a incondicionalmente Salvador Sánchez: fue cuando derrotó a Dany El Coloradito López, a quien le puso una madrina de aquéllas. Con cargo de conciencia, mi papá me explicó: Peleó bien, pero me dio mucha pena que le pegara tanto al Coloradito, porque se parece al Güero--- refiriéndose a mi hermano Alejandro García, que aparece en la foto que acompaña este post).

Varios años después, el 24 de abril de 1993 (ahora no me confié a la memoria y consulté el calendario), se llevaba a cabo un experimento en los medios en México. CNI, lo que después se llamaría Canal 40, transmitía las noticias en texto: una pantalla con un color fijo en el fondo y aparecían los textos de las noticias del momento, como si fuera un télex. No había locutores, ni audio y no recuerdo si había imágenes, aunque me parece que con letras acomodadas artísticamente formaban alguna que otra imagen. Era un canal de cable y casi nadie lo veía porque, después de todo, ¿quién demonios iba a ver noticias leyendo texto?

Pues papá lo veía, y la mañana de ese sábado de abril llegó apresurado a verme a mi casa, con el ánimo por los suelos y francamente molesto con la vida:

---¡Se murió Julio César Chávez! --- soltó de golpe.
---¿En serio?
---¡Sí! ¡Lo acabo de ver en el canal ese de las noticias! ¡Qué mala suerte!

Al tiempo que preguntaba los detalles del deceso, encendí la tele y esperamos juntos a que las noticias cumplieran el ciclo que les habían asignado y pasara de nuevo la nota que nos interesaba. Y sí. Pasados unos segundos apareció una nota pequeñísima, por el formato del canal y por el tamaño de la letra que mi papá no pudo leer, que hablaba de la muerte de César Chávez, el sindicalista chicano.

Enseguida lo tranquilicé: no se trataba de Julio César Chávez, el campeón de boxeo, sino de César Chávez, un chicano que era muy respetado en california porque había unido a los trabajadores agrícolas inmigrantes para luchar por mejores condiciones de vida.

Si cuando llegó a darme la noticia estaba desencajado y molesto por la muerte del boxeador, ahora estaba realmente furioso con el canal de noticias que de manera irresponsable cabeceó solamente el nombre del fallecido sin precisar que se trataba de otra persona, desde luego de alguien de menor importancia para él, mi padre fanático del box.

Pasados unos minutos se tranquilizó y se fue a su casa, no sin antes argumentar:

¡Cómo se les ocurre dar la noticia así! ¡Debían haber especificado!