En Meoqui hice buenos amigos,
entrañables y presentes siempre en mis recuerdos, cada vez menos nutridos, pero
no menos sinceros. Frente a casa vivía Polo, a dos casas, Luis Alonso Villa, mejor
conocido como Mono, y unos metros más hacia el contraflujo del tráfico de la
calle Meoqui, vive aún Cuco (José Refugio Muñiz), y todavía más allá, Alfredo
López Rentería, con el que años después descubrimos parentesco, que ahora no
tengo muy claro de quién era hijo o sobrino, pero familia finalmente.
Por medio de Polo conocí a Miguel
Gómez Jurado y a su hermano José Luis, Pepino para los cuates, con quienes de
inmediato hice buenas migas, más con el segundo, pues Miguel era un poco mayor,
medio locochón, pero buena gente, pero por cuestión de edades, fue con Pepino
con quien la amistad se asentó.
Ambos me llevaron en su camioneta
a su casa. Recuerdo que me presentaron con su mamá (¿doña Lupita?) y su papá,
Miguel, sus hermanos entre los que recuerdo Jorge y Pupis, y otra hermana de la
que no tengo presente su nombre.
Todos ellos me recibieron muy
bien. No sé cómo estuvo pero la mamá de Pepino ya sabía que yo tocaba el piano,
así que de inmediato se formó el club de admiradoras, presidido por Pupis y su
hermana, que le insistían a Miguel o a Pepino que me bajaran del carro para que
yo tocara. Ellos, como buenos hermanos mayores decían que no, que no
molestaran, que se fueran, pero ellas insistían hasta que recurrían a su mamá,
quien ordenaba: Pepino, baja a Mario para que toque el piano, y ya le tocaba a
Mario interpretar Fascinación, Los Sonidos del Silencio y alguna otra rola que
me saliera más menos.
La familia de Pepino tenía una
granja, allá por las vías del ferrocarril, atrás de la Coca, y a Pepino lo
mandaban frecuentemente a llevar concentrado para los cerdos. En esas ocasiones
su mamá le decía que me invitara, así que me hice su asiduo acompañante a los
mandados que le tocaba desempeñar, al grado que José Luis le tomó la medida, y
para que le prestaran el carro, digamos, si lo mandaban a Delicias en camión a
llevar algo al sastre, le argumentaba que me quería invitar para que lo
acompañara, y asunto arreglado, le daban vehículo.
Un día José Luis y yo, y otras
dos personas que no recuerdo con exactitud, pero debieron ser Polo y Cuco,
fuimos a bañarnos a Los Pocitos, una instalación en la mitad de la nada, en un
camino rural, junto a campos sembrados.
Debo describir el lugar, para que
se entienda el relato y el grito que le da título. A un lado del camino había
una acequia o canal de riego de concreto, más o menos parecido al de la primera
foto: no muy hondo, con paredes en ángulo de 75 grados y una buena corriente de
agua. Diez metros más hacia el terreno de labor había una instalación de un
pozo extractor de agua del subsuelo, con una bomba que hacía un ruido infernal,
que por medio de un tubo de doce pulgadas echaba el agua en una pileta de
concreto, cuadrada, como de un metro por lado y uno setenta de hondo, y de ahí
el agua pasaba a otra pileta similar, en la que mis amigos se metieron a bañar.
De esta segunda pileta salía una acequia de tierra, paralela a la primera, chiquita
de tamaño, de manera que yo muy fácilmente estuve sentado sobre el agua y podía
sumergirme para quitarme el calor (foto 2).
Pero también de esta segunda
pileta salía un canal de concreto muy pequeño, más bien una especie de tobogán,
perpendicular a ambas acequias, que llevaba el agua desde ambas piletas hasta
el primer canal de manera constante (foto 3), y que fue aprovechado desde el
inicio por mis amigos para lanzarse como si fuera parque de diversiones.
A mi me pasaron del vehículo a
toda esta instalación cruzando el primer canal por un poste que estaba
atravesado. Habíamos llevado, carne, carbón, un asador, cerveza y papas.
Comimos muy rico y nos echamos unos tragos de cerveza.
Al final, Pepino propuso que me
aventara por el tobogán, que él me esperaría en la primera acequia, y que mis
otros dos amigos me iban a poner en el tobogán, que incluso uno de ellos se
sentaría conmigo para no soltarme y hacer el recorrido en tándem. Yo lo pensé y
después de algunas objeciones operativas, entre ellas que no sabía nadar,
accedí, pues en todo caso, Pepino iba a estar muy alerta para cacharme cuando
llegara al canal.
Todo salió mal. La corriente en
el tobogán era tan fuerte que no hubo manera de sentarnos como el tándem
deseado y quien me sostenía, poco a poco me iba soltando porque me resbalaba
por el agua, y me dijo que me iba a soltar, pero que él me seguiría de
inmediato para ayudarme.
“¡Agárrenmeeeee!”, fue el grito
que se oyó más allá del espantoso ruido de la bomba de agua. Recuerdo ir acostado
viendo hacia el cielo azul y asustado esperar sumergirme en el agua. Bueno, en
realidad, en mi cálculo no estaba sumergirme, sino caer en los brazos de
Pepino, quien heroicamente impediría mi ahogamiento. Pero no. Me sumergí dos
veces antes de que me abrazaran y yo tragando agua, diera las gracias a mis
cuates.
Y así como ellos salvaron mi vida de los riesgos en los que más de una vez me metí, la vida me dio la oportunidad
de volver a Meoqui en diciembre de 2008, y saludar a algunos de mis amigos
mencionados, pero especialmente a Pepino y a Miguel, sus padres y hermanos, quienes nos
honraron (a mi esposa, mi hija y a mí), al invitarnos a una cena familiar en la
que al bendecir la comida, don Miguel nos dio una hermosa bienvenida que me conmovió realmente, porque me hizo recordar mi adolescencia, cuando, siempre bien recibido por esa familia, se acercaba Pupis a saludarme y me pedía que pasara a tocar
el piano, como si fuera uno de ellos.