miércoles, 2 de septiembre de 2020

¡Agárrenmeeeee!

En Meoqui hice buenos amigos, entrañables y presentes siempre en mis recuerdos, cada vez menos nutridos, pero no menos sinceros. Frente a casa vivía Polo, a dos casas, Luis Alonso Villa, mejor conocido como Mono, y unos metros más hacia el contraflujo del tráfico de la calle Meoqui, vive aún Cuco (José Refugio Muñiz), y todavía más allá, Alfredo López Rentería, con el que años después descubrimos parentesco, que ahora no tengo muy claro de quién era hijo o sobrino, pero familia finalmente.

Por medio de Polo conocí a Miguel Gómez Jurado y a su hermano José Luis, Pepino para los cuates, con quienes de inmediato hice buenas migas, más con el segundo, pues Miguel era un poco mayor, medio locochón, pero buena gente, pero por cuestión de edades, fue con Pepino con quien la amistad se asentó.

Ambos me llevaron en su camioneta a su casa. Recuerdo que me presentaron con su mamá (¿doña Lupita?) y su papá, Miguel, sus hermanos entre los que recuerdo Jorge y Pupis, y otra hermana de la que no tengo presente su nombre.

Todos ellos me recibieron muy bien. No sé cómo estuvo pero la mamá de Pepino ya sabía que yo tocaba el piano, así que de inmediato se formó el club de admiradoras, presidido por Pupis y su hermana, que le insistían a Miguel o a Pepino que me bajaran del carro para que yo tocara. Ellos, como buenos hermanos mayores decían que no, que no molestaran, que se fueran, pero ellas insistían hasta que recurrían a su mamá, quien ordenaba: Pepino, baja a Mario para que toque el piano, y ya le tocaba a Mario interpretar Fascinación, Los Sonidos del Silencio y alguna otra rola que me saliera más menos.

La familia de Pepino tenía una granja, allá por las vías del ferrocarril, atrás de la Coca, y a Pepino lo mandaban frecuentemente a llevar concentrado para los cerdos. En esas ocasiones su mamá le decía que me invitara, así que me hice su asiduo acompañante a los mandados que le tocaba desempeñar, al grado que José Luis le tomó la medida, y para que le prestaran el carro, digamos, si lo mandaban a Delicias en camión a llevar algo al sastre, le argumentaba que me quería invitar para que lo acompañara, y asunto arreglado, le daban vehículo.

Un día José Luis y yo, y otras dos personas que no recuerdo con exactitud, pero debieron ser Polo y Cuco, fuimos a bañarnos a Los Pocitos, una instalación en la mitad de la nada, en un camino rural, junto a campos sembrados.

Debo describir el lugar, para que se entienda el relato y el grito que le da título. A un lado del camino había una acequia o canal de riego de concreto, más o menos parecido al de la primera foto: no muy hondo, con paredes en ángulo de 75 grados y una buena corriente de agua. Diez metros más hacia el terreno de labor había una instalación de un pozo extractor de agua del subsuelo, con una bomba que hacía un ruido infernal, que por medio de un tubo de doce pulgadas echaba el agua en una pileta de concreto, cuadrada, como de un metro por lado y uno setenta de hondo, y de ahí el agua pasaba a otra pileta similar, en la que mis amigos se metieron a bañar. De esta segunda pileta salía una acequia de tierra, paralela a la primera, chiquita de tamaño, de manera que yo muy fácilmente estuve sentado sobre el agua y podía sumergirme para quitarme el calor (foto 2).




Pero también de esta segunda pileta salía un canal de concreto muy pequeño, más bien una especie de tobogán, perpendicular a ambas acequias, que llevaba el agua desde ambas piletas hasta el primer canal de manera constante (foto 3), y que fue aprovechado desde el inicio por mis amigos para lanzarse como si fuera parque de diversiones.



A mi me pasaron del vehículo a toda esta instalación cruzando el primer canal por un poste que estaba atravesado. Habíamos llevado, carne, carbón, un asador, cerveza y papas. Comimos muy rico y nos echamos unos tragos de cerveza.

Al final, Pepino propuso que me aventara por el tobogán, que él me esperaría en la primera acequia, y que mis otros dos amigos me iban a poner en el tobogán, que incluso uno de ellos se sentaría conmigo para no soltarme y hacer el recorrido en tándem. Yo lo pensé y después de algunas objeciones operativas, entre ellas que no sabía nadar, accedí, pues en todo caso, Pepino iba a estar muy alerta para cacharme cuando llegara al canal.

Todo salió mal. La corriente en el tobogán era tan fuerte que no hubo manera de sentarnos como el tándem deseado y quien me sostenía, poco a poco me iba soltando porque me resbalaba por el agua, y me dijo que me iba a soltar, pero que él me seguiría de inmediato para ayudarme.

“¡Agárrenmeeeee!”, fue el grito que se oyó más allá del espantoso ruido de la bomba de agua. Recuerdo ir acostado viendo hacia el cielo azul y asustado esperar sumergirme en el agua. Bueno, en realidad, en mi cálculo no estaba sumergirme, sino caer en los brazos de Pepino, quien heroicamente impediría mi ahogamiento. Pero no. Me sumergí dos veces antes de que me abrazaran y yo tragando agua, diera las gracias a mis cuates.

Y así como ellos salvaron mi vida de los riesgos en los que más de una vez me metí, la vida me dio la oportunidad de volver a Meoqui en diciembre de 2008, y saludar a algunos de mis amigos mencionados, pero especialmente a Pepino y a Miguel, sus padres y hermanos, quienes nos honraron (a mi esposa, mi hija y a mí), al invitarnos a una cena familiar en la que al bendecir la comida, don Miguel nos dio una hermosa bienvenida que me conmovió realmente, porque me hizo recordar mi adolescencia, cuando, siempre bien recibido por esa familia, se acercaba Pupis a saludarme y me pedía que pasara a tocar el piano, como si fuera uno de ellos.




  

sábado, 29 de agosto de 2020

En memoria del profesor Navarrete

 Si yo tenía quince años en la secundaria, ahora calculo que el profe Navarrete debía tener entre treinta y cinco y cuarenta cuando lo conocí. Mi primera impresión fue de que era muy simpático y amable, pero yo en ese momento lo atribuí a que me estaba recibiendo como alumno, un alumno “especial”, dirían las mamás de hoy.

Bueno, en realidad ahora puedo imaginarme que mis padres, principalmente mi mamá debió llenarlo de recomendaciones para que no sufriera un accidente y me lesionara, pero por fortuna, tanto él como los demás docentes no hicieron distinción al interactuar conmigo, con excepción de las obvias, como brindarme ayuda para levantarme o sentarme o ir al baño, que allá le llaman “servicio”. 

En fin, aquí van tres anécdotas que involucran al añorado profe Navarrete. Aclaro que la primera me la pidió él personalmente, por teléfono, en una sorpresiva llamada que me dejó de a seis, y es, más bien, un homenaje a todos los maestros y compañeros de escuela, que no me dejaron sentirme distinto y, por el contrario, bien integrado.

1. Durante la primaria, la clase de educación física la viví desde la butaca de mi salón. A veces salía a ver a mis compañeros saltar, correr y creo que jugar voli, pero más como actividad que como deporte. En la secundaria, por el contrario, el profe Garay me trató, desde el primer día, como a cualquier alumno: Me asignó un lugar junto a la cancha de básquet y me dio unas hojas y un lápiz, y me dijo que yo iba a llevar el marcador. 

El problema es que yo no conocía el básquet así que no tenía ni idea de cuánto contaban las canastas, ni como se anotaban y mucho menos que debía anotar las faltas. Así que de pronto comenzaron a jugar y a encestar y me gritaba "¡dos puntos!" o "¡falta!", y me señalaba a un jugador, del que tampoco me sabía el nombre. Entonces empecé a anotar con arábigos "2" para equipo correspondiente, pero en eso uno de mis compañeros, no recuerdo quien, me enseñó cómo se debían anotar los puntos y las faltas.

Terminó el semestre y con ello el torneo de básquet, e inició el de voli, y con ello se reiniciaron mis dolores de cabeza porque tampoco sabía cómo se anotaban los tantos, aunque debo decir que fue una experiencia menos traumática porque ya tenía amigos y ya conocía a todos por nombre así que parte del problema ya estaba resuelto.

La parte más importante fue al final del curso: se premió a los campeones de los torneos masculino y femenino de ambos deportes, y a mí me dieron una medalla por mi participación. Eso se llama inclusión y significa que no pude estar en mejor secundaria o con mejores maestros ¿Que no?

2. Aquél año el presidente municipal de Meoqui era el señor Rodolfo Miranda, si la memoria no me traiciona. El profe Navarrete me alentó a solicitar y realizar una entrevista con el primer edil, quien de inmediato aceptó. 

El profe, como buen político, hizo un equipo en el que además del abajofirmante, colaboraban dos o tres alumnos más, mujeres, para mayores señas, pero no recuerdo sus nombres. Nos citaron en el Palacio Municipal y nos hicieron pasar a la sala de juntas donde hicimos preguntas seguramente trascendentales, pero de las que no recuerdo nada. De hecho, aunque estoy seguro que se publicó la entrevista, la verdad no sé en donde. 

3. Un día entré en la pequeña oficina que pomposamente llamábamos Dirección. Me imagino que iba a hablar con él, pero como estaba entretenido hablando por teléfono, me quedé a un lado, de pie, a unos centímetros de él, esperando.

Ví sobre el escritorio una bala deportiva, es decir, la que se lanza desde el hombro en el atletismo. La quise tomar y levantarla y no la aguanté, así que solamente rodó un poco sobre la superficie. Se me ocurrió entonces que podía rodarla hasta la orilla del escritorio y así tomarla con las dos manos y levantarla, pues ya quedó establecido que no podía con una.

El profe Navarrete continuaba hablando por el aparato y comenzó a ver cómo yo hacía rodar la bala, según yo con mucho cuidado, hasta la orilla para conseguir mi objetivo. Cuando llegó a la orilla, ¡zas!, la bola se escapó a mis dedos y se proyectó al suelo, justo en el lugar donde él tenía un pie, que alcanzó a quitar. 

Levanté la vista y mis ojos se encontraron con su mirada café claro, que proyectaba, sentí yo, una sentencia de muerte, mientras seguía hablando por teléfono.

Yo, más sabio que hábil, puse pies en polvorosa.

PILÓN.- En diciembre de 2008 fui a Meoqui. Con mis grandes amigos Óscar Arenívar y Ana Juana Gómez, fuimos a ver al queridísimo Lázaro García, que de inmediato fue a buscar al profe Navarrete, que era su vecino. Fueron varios minutos de agradable charla, recuerdos y estas fotos que conservo son testigos de esa linda velada.




lunes, 9 de marzo de 2020

Ray, a quien siempre conocí como Leslie, en tres tiempos.

Primer tiempo.
Tendría yo 6 o 7 años cuando conocí a mi primo Leslie. Lo recuerdo bebé, en brazos de mi tía Alfa y mostrado orgulloso por su papá, Ray, de quien mis padres bromeaban que era tanto lo que mi tía lo quería, que le llamaba “rey”. 
Por mi parte, yo, niño al fin, impresionado por la rubicundez de mi primo, no cesaba de contarles a mis amigos, presumido, que “tenía un primo gringo”. Lacho, mi hermano, como buen hermano mayor apuntaba que Leslie, cuando hablara podría decir que tenía un primo indio.

Segundo tiempo.
Ya adolescente, volví a ver a Leslie, quien ahora se hacía acompañar de una preciosa niña llamada Julie. Estaría yo de 15 o 16 años, cuando mis primos Leslie y Julie llegaron de visita a Meoqui, Chihuahua. Leslie contaría ya con unos 12 años y era un preadolescente con un carácter en formación, creo yo. Nos llevamos bien, jugamos y sentí de su parte un cariño sincero, a pesar de que realmente, me conocía por primera vez. Se sintió fascinado del lugar en donde vivíamos, una localidad rural en la que, por fortuna, un amigo mío, nos permitió ir a su granja, en la que si no me equivoco, Leslie montó un caballo. Dice Julie que ambos quedaron sorprendidos al ver que yo podía armar el cubo de Rubik, en alrededor de 7 minutos, aunque Julie, que tendría unos 8 años, dice que lo lograba en un minuto.

Tercer tiempo.
En 1986 murió mi abuela Julia y yo volví a ver a Leslie. Ya era casi un hombre: bajito, cuadrado y muy atento y servicial, centrado en las necesidades de los demás. Recuerdo que en las vueltas para hacer los arreglos del funeral y el sepelio, en una de esas se acercó y me levantó para llevarme al auto. Me impresionó su fuerza y el cuidado con que lo hizo. No recuerdo en especial alguna conversación, pero sí que hablamos bastante, sobre todo en las esperas del hospital.

Extra.
Durante varios años tuve noticias fragmentadas, a veces de Julie, a veces de Alfa, a veces del resto de la familia angelina, y supe de sus problemas. Un día, tal vez por el 2009, le pedí a Julie su dirección para escribirle, a Oklahoma. Me contestó y le mandó a mi hija Cosette un par de hermosos dibujos que atesora, incluso enmarcados. Cuando regresó a Los Ángeles hablamos por teléfono un par de ocasiones y le sugerí que viniera a México. Su situación no lo permitía, pero se le notaba contento con la posibilidad. 
Me habría gustado verlo de nuevo. Cosette lo dijo con más profundidad y sentimiento: No lo pude conocer.